Esta dosis de atutía va destinada a remediar afecciones distintas de las que este sanatorio acostumbra a tratar. A los profesionales de la lengua (que no somos gente que charre sin parar, sino traductores, correctores, redactores y otros humanos que tratamos con textos) nos gusta, de vez en cuando, hablar de lo que hacemos en vez de hacerlo; entonces organizamos un tradusarao, un partycorrijo, una lingüijarana, un verb&roll, un rock&teclas… La última ocasión ha sido el SELM 2018, un [¿lo diré?] evento que se había dedicado en exclusiva a la traducción hasta que los organizadores le abrieron las puertas de par en par a la corrección. Así que, solo por darles las gracias, tenía que preparar una cataplasma especial.
Para tal ocasión intenté ordenar algunas ideas que me rondan hace tiempo sobre la práctica de la corrección; no sobre el trabajo en sí, que consiste en ponerse delante del texto y corregirlo, chimpún, como sabe cualquier corrector profesional, sino sobre por qué decido cambiar una palabra pero no otra menos común y clara; y qué me lleva a darle la vuelta a una pasiva en un texto pero no en otro; y a santo de qué hoy pongo comas a diestro y siniestro mientras que ayer parecía que tuviera que pagarlas. Porque lo cierto es que unas veces toco el texto con las puntas de los dedos, otras les doy un par de vueltas a los puños de la camisa, otras me arremango hasta más arriba del codo y otras me quito la camisa y me enfrento a los anacolutos con camiseta imperio, pañuelo de cuatro nudos en la cabeza y un botijo a mano.
¡Ea!, pues ya he acabado, ya que esto va de grados de intervención en un texto y acabo de definir cuatro. No, claro, esos grados pueden servir para entendernos entre gallinas viejas de la corrección, pero lo que rebota en mi cabeza —y no deja de darse morrones de los parietales al frontal, de allí a un occipital y vuelta hacia el esfenoides— es cómo sistematizar el grado de intervención en un texto y cómo proporcionarles herramientas de procedimiento a los pollitos que empiezan a picotear sus primeros deleátures (ya me he metido en un jardín: ¿alguien había escrito el plural de deleátur?).
Lo que hay que saber para corregir es lengua, más lengua y toda la lengua posible; eso comprende lo que tenga norma y lo que responda a usos y costumbres asentados (el melón de los cambios en la norma y cuándo un uso ya está asentado no voy a abrirlo yo). Pero, además, ante un encargo de corrección, hay que valorar qué grado de intervención necesita el texto y qué grado espera el cliente, y no siempre coinciden. Para cualquier corrector experimentado esa valoración es intuitiva y no se explicita. Además, a menudo es proporcional a la tarifa y al plazo de entrega, y con frecuencia responde a órdenes del cliente tales como «toca lo mínimo», «que no nos estrellemos», «déjalo bien sin más», «mejóramelo lo que puedas», «que quede impoluto»; lo bueno es que nos entendemos, y muchos clientes, y no pocos correctores, quedan contentos. Ahora bien, eso no obsta para que intentemos levantar un andamio teórico sobre el que se construya el aprendizaje (y la enseñanza) de la corrección, así como la práctica profesional. No creo haber llegado a la sistematización óptima (y puede que ni siquiera a una buena), pero a muchos de los asistentes a mi ponencia les gustó lo que dije y me comprometí a dejar aquí algunas pistas. Así que esta inyección de atutía no sirve para curar ningún texto, pero a lo mejor sí para que los futuros sanadores vayan madurando el saber hacer del oficio.
Pues bien, definida ya la escala de arremangamiento y no viéndole mucha precisión, veamos otra a cuyos grados les adjudiqué, en la ponencia, sus respectivas características a partir de algunos ejemplos de textos reales.
Grado 1 = Toco los ¡p’habernos matao!
–Compruebo que no hay faltas de ortografía.
–Quito comas incorrectas y pongo comas obligatorias.
–Elimino accidentes (duplicaciones, erratas…).
–Estoy tentada de evitar alguna repetición léxica, pero que se repitan palabras no provoca un maremoto, así que las dejo.
Grado 2 = Toco los ¡madre mía!
–Posesivos, en español, los justos.
–Evito repeticiones léxicas (con un par de líneas en medio ya no parece repetición).
–Esa frase no se entiende ni iluminada por el Espíritu Santo; le pongo un relativo que le hace un apaño.
–Elimino adjetivos absurdos y, encima, repetidos.
–Doy con algunos sustantivos más precisos.
–Me cargo expresiones calcadas que no hay quien entienda.
–Las preposiciones son elásticas, pero todo tiene un límite.
Grado 3 = Toco los ¡que el lector no sufra!
–Pongo las cursivas y las comillas indiscutibles.
–Sustituyo dos oraciones ínfimas, que parecen pronunciadas por un estudiante del curso introductorio de español en el Cervantes de Kuala Lumpur, por una compuesta, con su subordinada de relativo.
–Me cargo expresiones calcadas a pesar de que se entienden.
–Doy con algunos calificativos más pertinentes que los que venían de serie.
–Muevo palabras y sintagmas para que queden las frases ordenaditas y elegantes.
–No sobrevive ni una cacofonía.
–Afino, pero que mucho, con preposiciones y adverbios.
Grado 4 = ¡Pero si ya lo he dejado como una patena!
–Igual me he pasado en el grado 3.
–Quizá no he establecido bien los grados.
–¿Y si no he entendido el encargo?
–Probablemente tengo que pensar más.
–Puede que no sepa hacer esto que me he propuesto.
Pues parece que soy capaz de enumerar lo que he hecho en cada grado, pero eso no es sistematizar, sino oírme pensar a medida que corrijo; así que tenía que seguir analizando ejemplos y poniendo nombres cada vez más serios a lo que hago.
Grado 0: Que no haya faltas ni errores garrafales ortográficos y de puntuación. (Insuficiente como grado mínimo de intervención profesional).
Grado 1: Sin faltas ni errores garrafales ortográficos ni de puntuación, léxico y sintaxis.
Grado 2: Evito repeticiones léxicas y cacofonías; busco precisión léxica.
Grado 3: Hay que depurar el texto y aligerarlo. (Salvo que sea un texto deliberadamente farragoso y espeso).
Como definición no está mal, pero hay que hacer esos grados más descriptivos; y así llego a algunos mojones (lo pongo fácil para los denostadores [los modernos los llaman haters]) que, seguramente, no serán definitivos, pero que pueden servir para seguir pensando en cómo aprender y enseñar este hermosísimo oficio de mimar el texto y cuidar del lector. Y para que además de sistematizados y caracterizados los grados de intervención queden ordenados y monos, hago un cuadro.

Y aquí lo dejo para uso y disfrute de quien pueda tener interés en el asunto.
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