Esto es lo que es (relativos -1-)

Un pronombre relativo es una palabra que representa a un nombre que ya ha aparecido en el texto (o se entiende que lo ha hecho) y que, además, introduce una oración subordinada.
Esa licuadora, que hace un año que no usas, es un armatoste.

O sea, que un pronombre relativo es una anáfora. Lo que ya se ha dicho (esa licuadora) es el antecedente y forma la oración principal (Esa licuadora es un armatoste). El representante de la licuadora, el pronombre relativo (que), inicia la oración subordinada y conviene que no esté muy lejos de su representado para que no se pierda en el proceloso mar del texto.
El órgano más peculiar del aparato digestivo de los equinoideos es la linterna de Aristóteles, aquel filósofo amigo de Platón, el cual, a su vez, seguía a Sócrates, que al final se enfadó con él, y que también fue maestro de Alejandro, el Magno, no el que va al gimnasio con tu cuñado, el del concesionario de coches de lujo, que tiene cinco dientes de crecimiento continuo.

Vete a saber quién tiene cinco dientes de crecimiento continuo, cuándo vendió Alejandro Magno el concesionario de coches de segunda mano, con quién se enfadó Sócrates y si Platón iba al gimnasio; y todo porque un pronombre relativo (el que en negrita) está a varios renglones de distancia de su antecedente (El órgano más peculiar del aparato digestivo de los equinoideos).

Pronombres relativos hay los que hay y ninguno más: que (que puede ir precedido del artículo: el, la, lo, los, las), quien (y su plural, quienes), cuyo (y cuya, cuyos, cuyas), el cual (este y sus variantes van siempre con artículo: la cual, lo cual, los cuales, las cuales). Por supuesto, los que tienen flexión de género y de número tienen que concordar con el antecedente; y eso da precisión.
La estantería gris marengo y la butaca amarilla, los cuales a ti no te gustaban, quedan muy bien en la salita.
La estantería gris marengo y la butaca amarilla, las cuales a ti no te gustaban, quedan muy bien en la salita.
La estantería gris marengo y la butaca amarilla, la cual a ti no te gustaba, quedan muy bien en la salita.

La primera oración no es correcta. Las otras dos sí lo son, pero no dicen lo mismo. En la primera al interlocutor no le gustan ni la butaca ni la estantería, mientras que en la segunda no sabemos qué le parece la estantería, solo nos dice que la butaca amarilla no es de su gusto.

Ya que estamos, antes de tener que fundar la Asociación contra la Extinción de Cuyo, mira qué útil resulta ese pronombre relativo:
Ese geranio que sus hojas están amarilleando parece que va a morir.
Ese geranio del que sus hojas están amarilleando parece que va a morir.
Ese geranio cuyas hojas están amarilleando parece que va a morir.

En una frase de relativo (que es la que tiene un pronombre relativo) no siempre es necesario que el antecedente aparezca explícito ya que el cerebro va trabajando por su cuenta.
—Quería pedirte disculpas por lo que te dije el otro día.
—Bueno, es que la que te lie fue buena.
Los dos hablantes saben a qué se refieren, así que los pronombres relativos de esas frases tienen antecedente implícito.

Pero los antecedentes implícitos imponen algunas condiciones.
El cual venga detrás que arree. Y cuya vela aguanta es un palo fuerte.
El que venga detrás que arree / Quien venga detrás que arree. Y el que su vela aguanta es un palo fuerte.
Conclusión: el cual y cuyo (y los derivados de ambos) deben llevar siempre el antecedente explícito; pero que y quien, no lo necesitan. 

ADVERBIOS Y ADJETIVOS RELATIVOS

Hay un adjetivo y unos cuantos adverbios que pueden desempeñar la función de pronombre relativo, es decir, representar a algo que ya ha salido para no andar repitiendo, que queda muy feo y aburrido. Son cuanto (cuanta, cuantos, cuantas), donde (adonde, a donde), cuando y como.
La playa donde encontraste la holoturia está llena de sombrillas.
El erizo localiza las algas y devora cuantas encuentra a su paso.
Cuando sale la ofiura de caza, la estrella ya se lo ha zampado todo.
Me fascina la manera como se desplazan los equinodermos. 

De estos hay uno que da lugar a un sinfín de anacolutos. Ahí lo dejo, por si no tenéis nada en lo que pensar hasta que llegue la próxima dosis de atutía, que también servirá para tratar un error muy común al que da lugar el cual (y derivados). Y la misma dosis actuará de tratamiento preventivo del efecto de combinar un relativo con una coma.

Le, le, le, lo, la y lo, la

Tengo una costumbre: al tercer leísmo no aceptado que encuentro en un libro que acabo de comprar, voy y lo devuelvo. No es que no entienda lo que dice el texto; es que denota que la editorial vende como producto en buen estado algo que tiene tara. Un libro (cualquier texto) tiene dos materias primas: las ideas y la lengua; ambas las suministra el autor, pero el editor  tiene la responsabilidad y la obligación de desbastarlas y aplicar los controles de calidad que hagan falta. Entre esos controles están las correcciones; era práctica común hacer tres[1], se pasó a dos, a una… y ahí están: libros a precio de producto en buen estado con agujeros y descosidos por todos lados y sin aviso de tara.

Y cumplido el desahogo y la advertencia, vamos a por ese síntoma de que no se ha cuidado un texto. El leísmo consiste en usar el pronombre le como complemento directo (CD), es decir, el que recibe la acción que expresa el verbo.
 Anacleto es muy bueno. Le contratarán seguro.
– *El chucho no para de ladrar. Si le cojo, le corto las cuerdas vocales… a la dueña.

– *Tu cuñada y sus complementos luigüitón y cristiandiós. No hay quien le aguante.
– *Mis vecinos ponen tecno a todas horas; por eso les odio.

Anacleto, el chucho, la cuñada y los vecinos son el CD de sus frases respectivas, porque reciben la acción de ser vistos (¿ves que acabo de poner el verbo ver en pasiva?  Eso también es una pista para reconocer el complemento directo: le das la vuelta a la oración y hace de sujeto). Y si los tres son CD, ¿por qué he puesto el primero en verde y los otros en rojo? Pues porque se admite el uso del pronombre le como CD cuando se refiere a una persona, en masculino y singular; pero nunca para femenino ni para plural, y tampoco para sustituir complementos directos que no sean personas[2]. Así que lo correcto es:
 El chucho no para de ladrar. Si lo cojo, le corto las cuerdas vocales… a la dueña.
 Tu cuñada y sus complementos luigüitón y cristiandiós. No hay quien la aguante.
– Mis vecinos ponen tecno a todas horas; por eso los odio.

También se admite el leísmo singular y plural referido a masculino en oraciones impersonales con se (parece que se ha arrastrado por afinidad fonética el pronombre y lo ha llevado hasta les). Sin embargo, no se tolera en femenino. Por otra parte, es perfectamente correcto (y común en Hispanoamérica) usar los pronombres lo/los..
A los amigos del novio se les/los espera por la tarde, pero a las amigas de la novia                   no se las espera hasta el día siguiente.

Cada pronombre tiene su función. El leísmo, el loísmo y el laísmo están muy arraigados en el habla de algunas zonas; nada que objetar a los usos de los hablantes. Quizá la lengua evolucione en ese sentido y algunos de esos rasgos, o los tres, se consideren correctos, pero de momento conviene evitarlos en los textos, incluso el leísmo tolerado (salvo que caracterice el habla de un personaje), porque es muy fácil dejarse llevar y no usar más pronombre que le aunque el antecedente del CD no sea un sustantivo que designe persona masculina y singular.
*Mariloli y el novio venga a hablar del perro de su cuñada. Yo quería avisarle, que para             eso somos parientes, de que tienen que vacunarle y por eso tardará.

Y no sabes si quería avisar a Mariloli o a su novio, ni si vacunaron a la cuñada o al perro.


[1] Era práctica habitual que de esa tarea se encargaran correctores de oficio y experiencia probados, buenos conocedores de la gramática y de la ortografía, así como de los usos y costumbres en la puntuación y la ortotipografía, y con un léxico rico y preciso. Todo eso tiene muy poco que ver con lo que se estudia en una carrera de Filología y no se tiene por el mero hecho de ser aficionado a la lectura.

[2] Los pronombres que actúan como complementos pueden complicar bastante la sintaxis; por ejemplo, con los verbos de percepción (ver, oír, etc.) o psíquica (convencer, asustar, etc.) y con los de influencia (ordenar, permitir, etc.). Mejor lo dejo para otra dosis de atutía.

La misma anáfora, la mismísima

Hablamos con anáforas y al escribir las usamos continuamente. No sabía si decirlo, porque es una perogrullada para quien sepa qué es una anáfora y puede ser un susto para quien no lo sepa.

En realidad, una anáfora puede ser tres cosas distintas, que el DLE define a la perfección. De esas tres hay una muy práctica, ya que sirve para hablar y escribir sin tener que repetirlo todo; o sea, mencionas algo con una palabra concreta (un nombre o un verbo) y luego buscas otra palabra bastante menos concreta (un adjetivo, un pronombre, un artículo o un adverbio) que lo señale, a ser posible sin equívocos.

Las profesoras no tienen ni idea pero van de expertas. Me di cuenta la primera vez que las oí.

Todo el mundo entiende que las se refiere a las dos profesoras. Se ha evitado la repetición del sustantivo mediante un pronombre, que para eso están: para sustituir a los nombres. Pero hay otras piezas léxicas que pueden desempeñar la misma función. Sin ir más lejos, todo verbo es una anáfora, ya que la conjugación indica quién es el sujeto; un poco por encima, es verdad, pero por lo menos dice si es uno o varios, y también si es el que habla (primera persona), el que le escucha (segunda persona), o uno que no anda en la conversación (tercera persona). Por eso en castellano no hace falta poner el sujeto en la mayoría de las oraciones (a cambio, aprender la conjugación, en comparación con lenguas como el inglés, puede ser un tormento).

—Os machacaremos.
—Lo dicen en serio. 

Aparte de que, en general, los hablantes y los lectores son listos, en la segunda oración se entiende que quien dice algo en serio son los mismos que han amenazado con machacar a no sé sabe quién; eso ocurre porque el verbo dicen identifica un sujeto plural; es decir, es una anáfora.

Y así, no resulta nada difícil ver que todo lo que señala en el texto permite recuperar algo que ya ha salido.

En Mercurio hay muy buenas vistas al Sol. Además, hay mucho terreno sin urbanizar. Si no fuera porque el clima es un poco extremo, me hacía una casita allí y me dedicaba a explorarlo. Veo que tiene muchas posibilidades y las mías aquí están agotándose.

Los antecedentes de allí, lo y las mías están claros; y estas tres palabras son referentes anafóricos que desempeñan su papel a la perfección.

Pues con todos los referentes anafóricos que existen, a veces se usa una palabra que hace que nos sangren los ojos a muchos correctores. Se trata del adjetivo mismo (con sus flexiones de género y número). La palabra es en sí misma muy apreciada entre los mismísimos gramáticos, por lo mismo que se aprecian todos los adjetivos: porque por sí mismos resultan expresivos; pueden tener el mismo grado de significado que un nombre y, asimismo, le dan al texto riqueza; es un adjetivo estupendo, pero ahora mismo no se me ocurren más usos del mismo. No me extenderé mucho más porque quería escribir una entrada breve y he ido añadiendo demasiadas explicaciones a la misma; y es que a veces ni siquiera hace falta el elemento anafórico.

¿Que va bien para referirse a algo que ya ha salido? Sí, pero es muy fácil usar otros elementos anafóricos. Me acuerdo de un tipo que usaba mucho esa anáfora: no hay duda de que le faltaban algunas nociones de gramática, pero no quería ni oír hablar de la misma ella. No es que fuera tonto, pero le parecía que así le daba a los textos un aire docto y muy formal. Presumía de dominar la escritura y de heredar usos y costumbres de maestros de la pluma; como si bebiera la tinta de los mismos su tinta, decía.

Por cierto, la anáfora tiene una hermana, la catáfora, que es lo mismo pero en sentido inverso: se representa algo que todavía no ha aparecido. Para usarla también hay que tener cuidado de que entre la representación y el elemento citado no haya una eternidad ni se cuelen otros elementos que hagan dudar de aquello que se invoca. Salvo que escribas una canción como hace Quique González para, mediante la repetición de una catáfora cuyo referente tarda en aparecer, decirnos que cometió un error porque no sabía algo que, luego, parece ser que sí supo.