El texto puede ser de otra manera

Un día a alguien se le ocurre que va a ser ingenioso, no, lo siguiente, parece ser que como no podía ser de otra manera, y va y lo peta. Parece ser que a día de hoy todo el mundo opina que quien habla así está que se sale, así que en seguida hay quien arranca a pronunciar expresiones manidas como un bebé copia los gestos de sus progenitores.

En esta entrada no va a haber nada en rojo, porque todo es correcto; incluso gracioso, ¿o ya no? Empiezo a apreciar que alguien diga, o escriba, que algo es muy bueno o que alguien es más alegre que un cascabel o que una situación es requetemagnífica; incluso si oigo que un libro es supermegaguay, a estas alturas, me parece original. Quiero poner mi irritación negro sobre blanco, ¡original, la metáfora!, o sea, por escrito. Entre las opciones que hay al hablar y al escribir, una que cambia de cuajo la comunicación es ser lo más sencillo posible. Y sencillo no quiere decir poco elaborado; bien al contrario, llegar a un texto sencillo y eficiente requiere más elaboración que dejarlo complicado y confuso.

Escribía Pascal en una carta: «Disculpe que le mande una carta más larga de lo habitual, pero no he tenido tiempo de hacerla más corta». Encontrar la expresión más precisa, quitar un adverbio que se arrastra por vicio o dar con un adjetivo original requiere tiempo; no solo tiempo para elaborar el texto (del que no se dispone al hablar), sino ese tiempo que se mide en días, semanas, meses y años de estudio o de mera observación y contagio de riqueza lingüística; a menudo de un aprendizaje que no pasa por libros, sino por recordar lo que decía la abuela o por fijarse en lo que dice un hispanohablante americano (guardan algunas esencias léxicas que aquí se han perdido).

Para empezar (sin necesidad de arrancar) a ser preciso, expresivo y brillante (sin lo siguiente), y con ello deslumbrar, descollar, distinguirse, impresionar (sin petarlo ni salirse) incluso a un niño de pecho o un crío (aunque ya no sea bebé), hoy (sin día) o ahora o en la actualidad o por el momento, para eso, ayuda mucho fijarse en quien hable o escriba con cierta maestría (no sirve leer libros mal editados y peor corregidos o sin corregir). Ahora bien, lo que es imprescindible es hablar y escribir, buscar palabras que uno no ha usado nunca, preguntarse si la concordancia está bien, dudar si la coma cae en su sitio o sobra, tener que consultar si va o no una tilde, atreverse a no poner comillas para indicar ironía y quitar mucho de lo que se ha escrito a la primera, aunque sea en un correo electrónico para el administrador de fincas. Porque casi todo puede ser siempre de otra manera.

Le, le, le, lo, la y lo, la

Tengo una costumbre: al tercer leísmo no aceptado que encuentro en un libro que acabo de comprar, voy y lo devuelvo. No es que no entienda lo que dice el texto; es que denota que la editorial vende como producto en buen estado algo que tiene tara. Un libro (cualquier texto) tiene dos materias primas: las ideas y la lengua; ambas las suministra el autor, pero el editor  tiene la responsabilidad y la obligación de desbastarlas y aplicar los controles de calidad que hagan falta. Entre esos controles están las correcciones; era práctica común hacer tres[1], se pasó a dos, a una… y ahí están: libros a precio de producto en buen estado con agujeros y descosidos por todos lados y sin aviso de tara.

Y cumplido el desahogo y la advertencia, vamos a por ese síntoma de que no se ha cuidado un texto. El leísmo consiste en usar el pronombre le como complemento directo (CD), es decir, el que recibe la acción que expresa el verbo.
 Anacleto es muy bueno. Le contratarán seguro.
– *El chucho no para de ladrar. Si le cojo, le corto las cuerdas vocales… a la dueña.

– *Tu cuñada y sus complementos luigüitón y cristiandiós. No hay quien le aguante.
– *Mis vecinos ponen tecno a todas horas; por eso les odio.

Anacleto, el chucho, la cuñada y los vecinos son el CD de sus frases respectivas, porque reciben la acción de ser vistos (¿ves que acabo de poner el verbo ver en pasiva?  Eso también es una pista para reconocer el complemento directo: le das la vuelta a la oración y hace de sujeto). Y si los tres son CD, ¿por qué he puesto el primero en verde y los otros en rojo? Pues porque se admite el uso del pronombre le como CD cuando se refiere a una persona, en masculino y singular; pero nunca para femenino ni para plural, y tampoco para sustituir complementos directos que no sean personas[2]. Así que lo correcto es:
 El chucho no para de ladrar. Si lo cojo, le corto las cuerdas vocales… a la dueña.
 Tu cuñada y sus complementos luigüitón y cristiandiós. No hay quien la aguante.
– Mis vecinos ponen tecno a todas horas; por eso los odio.

También se admite el leísmo singular y plural referido a masculino en oraciones impersonales con se (parece que se ha arrastrado por afinidad fonética el pronombre y lo ha llevado hasta les). Sin embargo, no se tolera en femenino. Por otra parte, es perfectamente correcto (y común en Hispanoamérica) usar los pronombres lo/los..
A los amigos del novio se les/los espera por la tarde, pero a las amigas de la novia                   no se las espera hasta el día siguiente.

Cada pronombre tiene su función. El leísmo, el loísmo y el laísmo están muy arraigados en el habla de algunas zonas; nada que objetar a los usos de los hablantes. Quizá la lengua evolucione en ese sentido y algunos de esos rasgos, o los tres, se consideren correctos, pero de momento conviene evitarlos en los textos, incluso el leísmo tolerado (salvo que caracterice el habla de un personaje), porque es muy fácil dejarse llevar y no usar más pronombre que le aunque el antecedente del CD no sea un sustantivo que designe persona masculina y singular.
*Mariloli y el novio venga a hablar del perro de su cuñada. Yo quería avisarle, que para             eso somos parientes, de que tienen que vacunarle y por eso tardará.

Y no sabes si quería avisar a Mariloli o a su novio, ni si vacunaron a la cuñada o al perro.


[1] Era práctica habitual que de esa tarea se encargaran correctores de oficio y experiencia probados, buenos conocedores de la gramática y de la ortografía, así como de los usos y costumbres en la puntuación y la ortotipografía, y con un léxico rico y preciso. Todo eso tiene muy poco que ver con lo que se estudia en una carrera de Filología y no se tiene por el mero hecho de ser aficionado a la lectura.

[2] Los pronombres que actúan como complementos pueden complicar bastante la sintaxis; por ejemplo, con los verbos de percepción (ver, oír, etc.) o psíquica (convencer, asustar, etc.) y con los de influencia (ordenar, permitir, etc.). Mejor lo dejo para otra dosis de atutía.

Me suena pero mal (2)

Como la lengua no para de cambiar es muy probable que esta entrada quede obsoleta en menos que canta un gallo. Así es la lengua (así es la vida): cambios que se suceden y se acumulan; unos triunfan y otros son flor de un día. Algunos enriquecen la lengua, designan conceptos que quizá no existían, o los nombran con más precisión o con más economía del lenguaje. Otros enredan y confunden, aunque se asienten y obtengan el sello —popular y oficial— de lengua fetén.

Al verbo nominar ya se le da por bueno el significado de ‘seleccionar’ o ‘proponer’; un gran logro, conseguido a fuerza de repetición en los programas de televisión más distinguidos por sus valores culturales. Antes de aceptar las nuevas acepciones, el verbo solo significaba ‘dar nombre’, lo cual evitaba problemas como saber qué quiere decir la oración yo te nomino: Eustaquio.

Y ahí, paseando ya por los medios de comunicación, anda el verbo agendar, con dos significados que no son sinónimos: ‘concertar, planear’ y ‘apuntar en la agenda’ (de uso parece ser que más extendido en el español de América que en el de España); y no es un problema menor que el nuevo verbo tenga dos significados. Claro que ya se había colado agenda como ‘plan, lista de cosas que hay que hacer, orden del día, propósitos, intenciones’, entre otros términos posibles, cargándose, además, los matices que aportan todos ellos. De esa manera, ya hemos aceptado el juego de no exigir precisión cuando un político dice que algo está en la agenda; puede que fuera solo una idea para comentar y no la firme voluntad de solucionar un problema: así de importante es usar las palabras precisas y así de tramposo es rehuirlas.

El adjetivo honesto empieza a ser el único para decir de alguien que actúa con rectitud. En su origen se refería a características relacionadas con cierta concepción del recato y el pudor, y no se confundía con honrado. Se decía que se es honesto de cintura para abajo y se es honrado de cintura para arriba. Ahora apenas se distinguen ambos términos y están oficialmente aceptados como sinónimos. Lo que todavía no se ha sancionado como oficial pero empieza a ser corriente es el empleo de honesto como sinónimo de sincero (es un falso amigo del inglés honest). Hay personas sinceras, las hay honradas y las hay que son las dos cosas; por lo que respecta a la honestidad, por suerte, cada vez es más un rasgo privado que una virtud pública. Para ser honesta sincera, no me fio de quien identifica la probidad con el recato.

En la subasta de pescado de la fotografía, se nominan los peces, pero no se proponen para nada. Los subastadores conciertan ventas, pero no las agendan, ni siquiera las apuntan; y aunque quizá no sean del todo sinceros sobre lo que guardan en las cajas, son honrados y su honestidad no le importa a nadie. Así que las palabras nominar, agendar y honesto son correctas y útiles, pero hay alternativas precisas, bien hermosas, que ayudan a expresarse mejor.

  • Nominar: nombrar; seleccionar, proponer, designar.
  • Agendar: acordar, establecer, concertar, planear, quedar; apuntar, anotar, reseñar.
  • Honesto: sincero, íntegro, honrado, recto, probo, intachable.

Sí hay tutía, sí

«Vale la atutía para muchas enfermedades, para llagas de nervios, para úlceras de las partes secretas y para males de ojos, por ser de temperamento frío y seco, aunque por ser mineral, tiene partes acres y mordaces, con las cuales podría causar dolor y mordicación, y por tanto conviene que se prepare y lave primero que se aplique del modo que luego diremos».

Segunda parte de la medicina y cirurgia, que trata de las vlceras en general y particular, y del Antidotario, en el qual se trata de la facultad de todos los medicame[n]tos assi simples como compuestos segun Gal. en el libro quarto y quinto de la facultad de los simples, con otros tratados. Doctor Juan Calvo, Valencia, 1599

La atutía era un ungüento elaborado a base de óxido de cinc muy utilizado en la medicina árabe para la irritación de los ojos. Con el tiempo pasó a ser la antonomasia de cualquier remedio; luego sería fácil y rápido empezar a decir algo como eso no se cura ni con atutía o no hay atutía que remedie ese mal.

La palabra debió de evolucionar en el árabe andalusí desde el árabe formal at-tutiyya (التوتيا) y, más adelante, perdió los restos del artículo, tal como les pasó a muchas otras palabras patrimoniales andalusíes. Eso seguramente ocurrió al poco de empezar a pronunciarla personas que ya no hablaban árabe andalusí, a las que tutía les sonaba a la hermana del padre o de la madre de su interlocutor. Y así, siglos después, cuando alguien exclama ¡es que no hay tutía!, en el imaginario del hablante y de quien lo oye se aparece una señora.

Sin embargo, el significado de la locución no ha variado nada. En cualquier contexto, quien lo dice pone algo de énfasis en la palabra y cierta entonación que puede expresar mosqueo o queja; a veces tiene algo de ya te lo dije pero nunca me haces caso; y siempre, denota cierta resignación, más o menos desesperada, a que las cosas no puedan estar mejor.

Este blog quiere ser un tarro de atutía, es decir, un remedio, no un tratado de gramática; un ungüento, no un prescriptor de puntuación y ortografía; una cataplasma, no una voz autorizada de la lexicología hispánica; un bálsamo, no un libro de estilo; un emplasto, no un diccionario; un linimento elaborado a base de bastantes años de oficio de correctora, de muchas dudas, de no pocas horas de estudio y de algunos maestros y compañeros.

Una bizma para todos los públicos, pero no la purga de Benito. Cuando al leer un texto sangran los ojos, hay que buscar un corrector profesional; o mejor, dos (uno después de otro, no a la vez), pero, si solo lagrimean, sí hay tutía.